La línea del Metro de Bogotá, una estructura elevada de 25 kilómetros que ya ha comenzado a transformar el denso tejido urbano de la ciudad, avanza a paso firme y hoy supera la mitad de su construcción. Sin embargo, mientras gran parte de la atención se ha centrado en lo que ocurre por encima del viaducto, muy poco se ha pensado en lo que sucederá debajo. Estos amplios espacios bajo el Metro, que podrían abarcar hasta 500.000 metros cuadrados, proyectarán no solo sombras físicas, sino también sombras espaciales y sociales, transformando la manera en que las personas se mueven, perciben y habitan su ciudad.
Hasta ahora, no ha habido un debate público sistemático sobre la seguridad de los espacios bajo los viaductos de 14 metros de altura, en particular en lo referente a la iluminación. Esta ausencia de diálogo es preocupante, especialmente en una ciudad donde la seguridad pública y la percepción de inseguridad son temas urgentes. Desde Chicago hasta Delhi, de Nueva York a Tokio, hemos visto cómo los espacios bajo la infraestructura elevada, si no se planifican adecuadamente, se convierten rápidamente en lugares descuidados, inseguros: mal iluminados, poco integrados y estigmatizados.[1]

Bogotá se encuentra en una encrucijada. Estos espacios en sombra podrían convertirse en pasivos urbanos a largo plazo: corredores sin vida que erosionan la confianza comunitaria, generan temor y deterioran la imagen pública del Metro. Pero, por el contrario, si se diseñan con imaginación y cuidado, podrían transformarse en uno de los mayores activos del sistema: una red de plazas íntimas y conectadas, con senderos peatonales a escala humana.
La iluminación jugará un papel decisivo en este resultado. No es solo un tema técnico, sino profundamente social y simbólico, con implicaciones para la equidad, la inclusión y los ritmos cotidianos de la vida urbana. Una iluminación bien pensada bajo el Metro puede invitar a quedarse, facilitar el tránsito y reflejar las identidades locales. Mal diseñada, corre el riesgo de convertirse en otro elemento genérico y alienante que fracasa con las comunidades que atraviesa.
Mientras Bogotá vive esta transformación urbana única en una generación, surge una pregunta esencial: ¿Qué tipo de espacios queremos crear bajo el Metro? ¿La luz simplemente reconfigurará las sombras o activará la memoria, la conexión y el cuidado? ¿Puede la iluminación convertirse en un medio para construir equidad, imaginación y pertenencia colectiva?
Los problemas del enfoque convencional
En Bogotá, como en muchas otras ciudades, la iluminación urbana todavía se aborda como un asunto puramente técnico: más lúmenes, más postes, más luces LED estandarizadas. Este enfoque de “cantidad sobre calidad” privilegia el brillo y la eficiencia por encima de la experiencia humana, lo que con frecuencia da lugar a espacios sobreiluminados y estériles que no se sienten ni seguros ni acogedores.
Como ha señalado la investigadora Nicole Kalms, más luz no siempre equivale a mayor seguridad, especialmente para las mujeres y otros grupos marginados.[2] De hecho, una iluminación excesiva o mal distribuida puede tener efectos contraproducentes: genera contrastes bruscos entre zonas iluminadas y oscuras o crea ambientes fríos y clínicos que hacen que las personas se sientan incómodas y expuestas. En otras palabras, la percepción de seguridad no depende solo de cuánta luz haya, sino de cómo está diseñada, cómo se relaciona con su entorno y qué invita a hacer.
Esta desconexión entre diseño lumínico y percepción de seguridad proviene de ignorar las dimensiones cualitativas de la luz: su color, sus capas, su difusión y su relación con el entorno. Los LED de luz blanca fría, hoy omnipresentes en las ciudades, se perciben como duros y hostiles. En cambio, las tonalidades más cálidas y en capas evocan sensaciones de seguridad y calma. Una iluminación nocturna acogedora tiene el poder de transformar no solo el atractivo estético de un espacio, sino también su equidad y seguridad.
El enfoque de “cantidad sobre calidad” también trae efectos secundarios indeseados. El desbordamiento lumínico, es decir, la proyección descontrolada de luz artificial hacia hogares y ecosistemas, altera los ritmos circadianos, afecta la fauna local y erosiona las ecologías nocturnas. Lo que comienza como un intento de mejorar la seguridad puede terminar socavando la calidad de vida de las mismas comunidades que la infraestructura pretende servir.
La luz como infraestructura cultural
Una iluminación diseñada con sensibilidad va más allá de lo funcional: es espacial, emocional y cultural. Puede orientar el movimiento, invitar a la interacción y contar historias. Puede realzar texturas, preservar memorias y hacer que las personas se sientan vistas. Cuando se diseña con cuidado, la iluminación urbana no borra la identidad de un barrio, sino que la potencia. Conecta a las personas con su entorno a través de la experiencia sensorial, la memoria y la narrativa. La luz se convierte en un medio de pertenencia, una cualidad fundamental, y a menudo ignorada, del espacio público.

Leni Schwendinger, pionera del urbanismo nocturno, lleva años destacando el poder social y simbólico de la luz. Su riguroso proceso de diseño, junto a su equipo Light Projects (LSLP), comienza con talleres comunitarios y recorridos nocturnos para identificar necesidades y valores locales. A través de sus caminatas “NightSeeing”, invita a los residentes a observar y reimaginar su ciudad de noche, prestando atención a las sombras, reflejos y paisajes emocionales que suelen pasar desapercibidos durante el día. En estos recorridos, Schwendinger demuestra cómo la luz puede despertar empatía, fomentar la participación y reencantar el espacio urbano.
Uno de sus proyectos más emblemáticos fue la transformación de once pasos subterráneos en Evanston, EE. UU., donde creó un “corredor de luz” que reconectó espacios fragmentados. En Louisville, EE. UU., su intervención bajo el puente conmemorativo George Rogers Clark utilizó tonos cálidos y secuencias de luz en movimiento para crear un entorno seguro y atractivo para peatones y ciclistas. Proyectos similares en Nueva York, EE. UU., y Glasgow, Escocia, han logrado revitalizar zonas de transición con recursos lumínicos sutiles que generan identidad, intimidad e interés.
Su trabajo también ha echado raíces en Colombia, en colaboración con Despacio, explorando las dimensiones emocionales y culturales de la iluminación en contextos urbanos de Medellín, Getsemaní y Bogotá, explorando las dimensiones emocionales y culturales de la iluminación nocturna mediante procesos participativos.

El Metro de Bogotá: salas urbanas de color
Con este legado como punto de partida, Bogotá tiene la oportunidad de marcar un precedente mundial. En lugar de instalar reflectores LED genéricos, la ciudad podría lanzar un proceso participativo para diseñar la iluminación de los espacios bajo el Metro, creando seguras y hermosas “salas urbanas de color”. El enfoque de Despacio y LSLP considera el conocimiento local no como algo complementario, sino como el pilar del buen diseño. A través de talleres de cocreación y recorridos nocturnos, la comunidad identifica necesidades y define objetivos del proyecto. Así, la luz se convertiría no solo en infraestructura, sino en un lenguaje compartido de la vida pública.
Repensar la iluminación no es solo una cuestión estética, sino una inversión social estratégica. Con un proceso de diseño riguroso, los diseñadores colaboran con equipos de mantenimiento y operadores de largo plazo para desarrollar soluciones adaptativas que reduzcan el consumo energético, minimicen el vandalismo, prolonguen la vida útil de las luminarias y faciliten su cuidado. Pero quizás el argumento más poderoso sea emocional: las ciudades florecen cuando sus espacios públicos se sienten amados, habitados y cuidados.
Si no replanteamos nuestras suposiciones sobre la luz y no damos un giro hacia un diseño más humano y matizado, Bogotá corre el riesgo de repetir los mismos errores que muchas ciudades hoy intentan corregir. No se trata solo de tener espacios poco atractivos, sino de perpetuar una urbanización desigual y excluyente. Si Bogotá ilumina el corredor del Metro con métodos convencionales, el resultado podría ser una franja de 25 kilómetros de contaminación visual, deslumbramiento intrusivo y espacios alienantes que dividen a las comunidades en lugar de unirlas.
Con una visión audaz, Bogotá podría fijar un nuevo estándar global: un corredor de 25 kilómetros de “salas urbanas de color” que redefina la manera en que las ciudades iluminan, conectan y cuidan sus espacios públicos. Al tratar la luz como una infraestructura cultural y emocional (no como un detalle técnico de último momento) Bogotá podría iluminar no solo el Metro, sino un nuevo modelo de diseño de espacio público para toda América Latina. Con la atención global puesta en la ciudad y las comunidades locales listas para participar, la pregunta no es si Bogotá iluminará el Metro, sino cómo y para quién.
[1] Su, Jing. 2005 and Alex, Dona. 2021.
[2] Kalms, Nicole. 2019. “More Lighting Alone Does Not Create Safer Cities. Look at What Research with Young Women Tells Us.” The Conversation. May 28, 2019
Comentarios recientes