(Publicado originalmente aquí )
América Latina es una región donde es maravilloso vivir, y donde hemos visto que la calidad de vida ha mejorado sustancialmente en los últimos años. Se ha reducido la mortalidad infantil, ha mejorado la educación y, en general, la gente puede vivir más tranquila en sus ciudades. En términos urbanos, algunas ciudades han salido a la delantera a darnos ejemplos extraordinarios de cómo el espacio físico nos puede dar una mejor vida, y cómo el complemento a ese espacio físico es una cultura de ciudad y ciudadanos que genera bienestar, apropiación y orgullo en los habitantes. Hay comida increíble, la gente sabe bailar como los dioses y tenemos deportistas maravillosos.
No obstante, todo puede echarse a perder si un solo factor se entromete en esto: la velocidad. O más bien, la búsqueda de velocidad excesiva donde no se necesita. Esto consiste una idea según la cual lo que estamos haciendo debería ir más rápido: debemos comer más rápido, debemos andar más rápido y debemos pensar y producir más rápido. La consecuencia que siempre se esperó de esta filosofía coja fue (y es) que vamos a lograr más cosas en menos tiempo o con menos dinero. Lo que realmente ha sucedido es que hemos logrado hacer más cosas con menor calidad y con consecuencias nefastas: depresión, suicidios, accidentes y tristeza generalizada. Además, esto ha generado comida inmunda y salud paupérrima. Una vida rápida es una vida peligrosa, mediocre y triste.
Para ser más específicos, lo siguiente ha comenzado a suceder:
– Los límites de velocidad de muchas autopistas se han incrementado (incluso hasta 120 km/h);
– Los lugares de comida rápida han proliferado por doquier (no es posible tomar una foto de un centro histórico sin la M mayúscula amarilla asomándose por ahí);
– Los lugares de trabajo se han enamorado de los conceptos de planeación estratégica, al punto que les gusta solamente implementar el “hacer más con menos”. De ahí la proliferación del síndrome burnout (no hay traducción) en las empresas;
– Nos hemos volteado a pensar en tener más cosas en lugar de ser mejores personas. De ahí las vidas personales que se caracterizan por la cantidad de ropa en su closet, el cilindraje de su carro o el precio de esa camiseta que compraron para salir a hacer jogging.
¿Qué hacer? Primero que todo, hay que admitir que el desarrollo de una ciudad es positivo, y que no se debe esperar que todos dejen de comprar cosas de un día para el otro ni que tengan un solo par de zapatos y anden a pie (y pasito a pasito) para todas partes. Pero sí se pueden mesurar las cosas. De nada nos sirve ir rápido si nos estamos muriendo, y de nada nos sirve gastar toda la plata en comida y ropa y esa comida es inmunda y la ropa no nos hace felices. Todo esto implica reorientar nuestra visión de la velocidad como valor principal de nuestras vidas, trabajos, ciudades y demás.
Una de las soluciones ha sido el “Slow living” (vivir despacio, digamos) que nació de la idea de Slow Food (Comida Despacio, digamos) y que a su vez nació como una reacción a la construcción de un McDonalds en una ciudad italiana. Esto también generó un movimiento cuyo manifesto nos dice que no debemos ir tan rápido y que debemos reflexionar sobre la velocidad. El movimiento después tuvo muchos adherentes que comenzaron a proponer otras formas de ir despacio, desde la música hasta el sexo e incluso las ciudades. Esta última se denominó Città Slow, donde se propone implementar los principios de la vida Slow a una ciudad – el único problema con esta última propuesta es que solo “acepta” ciudades de menos de 50 mil habitantes (¡ahí, todas las capitales de América Latina se quedan por fuera!).
El beneficio de esa vida despacio es que podemos reflexionar sobre la velocidad en que hacemos las cosas, en que reflexionamos las cosas y cómo experimentamos la realidad y actuamos ante ella. Ir a una velocidad apropiada nos permite ver bien lo que nos rodea (literalmente, si caminamos de un sitio a otro vemos más detalles que si fuéramos en una automóvil a toda mecha). También nos permite darnos cuenta que hacer las cosas más despacio nos ayuda a hacerlas con mejor calidad. Trabajar y vivir se vuelve un arte, y nos damos cuenta que para hacer algo bien hay que pensarlo bien y para eso se necesita tiempo. Lo único que nos falta es ver cómo en América Latina lo comienzan a implementar de manera lógica e inteligente, para sacarle provecho a todo lo que nos ha dado una identidad como latinos, tranquilos y festivos, y que realmente todos tenemos una idea muy clara de qué es eso de Vivir Despacio.
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