(publicado originalmente aquí)
«El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria;
el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido.»
Milan Kundera, La lentitud
Tenemos un problema, que varios identificamos, pero para el que pocos hemos logrado plantear soluciones claras: vamos demasiado rápido. Lo peor es que tampoco nos estamos dando cuenta de por qué sucede esto, ni de dónde sale tanto afán, y muchas personas sienten que es totalmente normal andar corriendo de un lado para otro. Aunque nos hemos percatado de que ya sobrepasamos nuestros límites perceptivos (y casi los cognitivos) y de que la actitud blasé descrita por Simmel es ya un chiste en comparación con lo que sentimos, seguimos igual. Esto es tanto así que muy probablemente este artículo parezca demasiado largo para muchos lectores, que en este momento estarán diciendo: “Voy a pasar rapidito para ver qué más dice, así, por encima, y llego al final para leer la conclusión”. Pues bien: no puse conclusión, para que tengan que leerlo todo.
Las consecuencias de ir tan rápido son muchas y por lo general negativas: no vemos en realidad nada de lo que nos rodea cuando vamos de un lado para otro, no tenemos una experiencia urbana ni vital significativa, y hemos terminado generando espacios peligrosos. Esto incluye espacios físicos, pero también experiencias “no físicas”, como un “espacio laboral” donde —a causa de la excesiva velocidad— no tenemos mucho contacto con los demás ni prestamos atención a lo que nos dicen: mientras estamos en una reunión, al mismo tiempo tratamos de responder mensajes en el teléfono/cámara/correo que tenemos en las manos.
¿Qué hacer? Las propuestas para mejorar han sido, por lo regular, tecnológicas: si va demasiado rápido en el automóvil, alguien inventa un aparato para que perciba los peligros por uno, para que se estacione sin que uno mueva un dedo. Si queremos escribir más rápido y sin prestar atención, un programita nos dice dónde cometimos errores, o bien hay otro programita para escribir lo que uno dicta mientras come uvas en un sofá. Todo esto con tal de maximizar el espacio y el tiempo disponibles y mantener la velocidad.
Pero, ¿por qué no reducir la velocidad? ¿De qué nos sirve ir tan rápido si realmente nos está haciendo daño? Y la pregunta que en el fondo me interesa: ¿esto de ir despacio es todo un sueño, o se
logra sin perder la cabeza?
Mi respuesta es que sí se puede, y que no es un sueño. Que no nos sirve de nada la velocidad si nos está haciendo infelices, pero que tampoco sirve ir despacio para todo lo que hacemos, sin evaluarlo. Es decir: si mi hijo Simón se cae de una bicicleta y se golpea muy fuerte, no sobraría pegarme una buena carrera hasta la clínica cuando lo lleve cargado. Si tengo que mandar un post hoy, antes de las cinco de la tarde, no vendría mal tratar de escribir un poco más rápido —después de haberme tomado dos semanas para pensar en el contenido (¡y no al contrario!)—. En realidad, se trata de ir a la velocidad apropiada, que se acerque más a ir pausadamente que con mucha rapidez.
Pero hay muchas cosas que nos asustan: no terminar el trabajo a tiempo si lo hacemos con lentitud; que no trabajemos lo suficiente para pagar el pan de cada día, o que todo salga simplemente mal. Por otra parte, no nos debería dar miedo intentarlo por lo menos con calma, y ver qué tal nos va si apagamos el teléfono/indicador de clima/noticiero/calendario durante una reunión. Tal vez podamos entender mejor lo que está pasando, tal vez podamos ver con más claridad lo que está a nuestro alrededor. Tal vez, quién sabe, después de ensayar cómo podría ser un día pausado (o una reunión, o un viaje), veamos que al final sí sirvió de algo.
Si cada lector intentara ir con parsimonia por lo menos un día de esta semana, me daría por satisfecho. Y podría ser que en unos meses tuvieran una vida más interesante, con espacios y experiencias que les gusten, y que sean un poco menos máquinas y más humanos.
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